WIND RIVER (2017), dir. Taylor Sheridan: UNA RADIOGRAFÍA DEL MODO DE VIDA NORTEAMERICANO
Taylor Sheridan, conocido globalmente por ser el escritor de Sicario y Hell or High Water, es también director de este notable thriller criminal, ambientado en una reserva de nativos americanos que, antes de su Yellowstone, formaría la tercera entrega de su trilogía espiritual de westerns modernos, esta tercera recordando a obras de Corbucci y otras variaciones nevadas del género.
Jeremy Renner interpreta a un cazador de depredadores de ganado, donde el paisaje en cuestión es una reserva indígena de Wyoming con un clima crudo, donde abundan las tormentas de nieve. Esa hostilidad climática es también hostilidad territorial por parte del Estado y la disposición del pueblo da cuenta que está olvidado. Hay otro factor clave: Renner es un blanco, cuyo matrimonio con una nativa lo hace parte de la comunidad, y su hijo menor se muestra deliberadamente como un mix que pide interpretación: alcanza con una aparición para verlo como un indio que se divierte vistiéndose de cowboy.
Esta es una reserva donde la ley ha sido dejada en manos de la justicia arcana y contundente del departamento del Sheriff, y su equipo de hombres preparados, conocedores del entorno y de la gente, pretende mantener a los suyos controlados para evitar que los esporádicos contratiempos criminales vayan más allá de una pelea de bar o un caso aislado. Se propone aquí exponer el papel que ocupa la mujer en una sociedad así: un papel de inferioridad que se acepta sin peros hasta que, de la noche a la mañana, aparece muerta una adolescente de 18 años, con indicios de violación y congelación como causa probable, tras intentar sobrevivir en las heladas.
La película no tiene la intención de esconder en ningún momento la dependencia e indefensión de la mujer. De esa manera es que va a evitar una mirada artificial, alejándose del panfleto. En su lugar, se presenta una relación de cordialidad entre hombres, y una coherente, y no por eso menos indignante, perspectiva excluyente femenina, sobre la que se alzará la figura de Cory como el mentor y protector de Jane (casi como si fuera la hija que perdió), quien no consigue reforzar el papel igualitario femenino, no por su condición de mujer, sino por su inexperiencia, una perspectiva que calza mejor y se hace fuerte en la propuesta, precisamente, al no negar la evidencia.
La interpretada por Olsen, pese a mostrarse resolutiva en tareas de observación y búsqueda, abraza con aprobación la ayuda de este vaquero de las nieves, que debe lidiar con el intolerable peso de sus propios fantasmas. Interesante el paralelismo entre el caso de asesinato que ocurre en la actualidad de la película y la historia del protagonista, quien también perdió a una hija de la misma edad tiempo atrás y en condiciones similares. El director compondrá su relato por el camino de la tensión, contenida, hasta que se alcance el punto detonante del desenlace, en el que todos los acontecimientos estallarán.
Hasta antes de ese quiebre genial, el avance narrativo se mostrará firme y minucioso, haciendo hincapié en la denuncia social, reforzada por la figura de Martin, uno de los pocos nativos americanos que quedan con vida en la reserva, un jefe indio incapaz de llevar a cabo los debidos respetos fúnebres por el fallecimiento de su hija, ya que no tiene a quien pedirle asistencia, ni quien pueda instruirle en el ritual a seguir ante el nefasto suceso. Por eso deberá inventarse una máscara y tratar de mantener con dignidad el duelo.
Hablamos de un largometraje con una puesta clásica, mucho más depurada. Hay algunas ideas que se traducen desde lo visual más que interesantes: la analogía entre los pumas y los hombres violadores, como aquellos depredadores peligrosos que cazan en manadas y se esconden en sus cuevas, y así como los animales en cuestión, estos cometen acciones salvajes (pero obviamente, al ser humanos, estas son completamente injusticables).
Por otro lado, la película tiene un excelso plano final, donde sintetiza ese monólogo en que Cory le dice a Martin acerca de lo que hay que hacer para sobrellevar la muerte de una hija. Es un plano general donde los vemos mirando el paisaje, de espalda a la cámara, detrás hay dos hamacas para niños vacías (haciendo alusión a la muerte de las mujeres), y ellos se encuentran encerrados por el juego. Que las hamacas estén detrás de ellos simboliza que, por más que intenten mirar a lo que vendrá y seguir viviendo su vida, cargarán para siempre el peso de no haber podido evitar que las asesinen.
Si hay algo negativo a marcar es la placa que aparece en el final, en la que hay estadísticas sobre los casos de nativas americanas asesinadas, porque es el intento de cerrar el sentido de una película que no estaría necesitando en lo más mínimo, con ese cartel que sirve como declaración de intenciones. Wind River no descubre nada nuevo, ni en el apartado artístico ni en el narrativo, pero no hace falta, ya que consigue cautivar a un espectador que agradecerá el buen pulso de un director que sigue creyendo en la justicia poética y en la ley del Talión como única relación posible entre crimen y castigo.