LA CHIMERA (2023), dir. Alice Rohrwacher UNA MIRADA SOBRE LO MITOLÓGICO Y LO SAGRADO
A través de sus múltiples contactos, los pueblos y culturas mediterráneas fueron tejiendo un conjunto de hilos comunes que pueden verse en sus costumbres, el lenguaje, lo gastronómico, en las festividades y, en lo que va a merodear a lo largo de este texto permanentemente, en sus mitos. Estos fueron pasados de generación en generación, en geografías que han recibido y acumulado nombre tras nombre a lo largo de la historia. En los mitos se puede trazar similitudes entre personajes y tramas, y permiten el poder vislumbrar un universo compartido.
Lo mitológico es, pues, un espacio de encuentro en el que, bajo un mismo cielo y sobre un mismo infierno, se comunican y convergen tanto los saberes como las tradiciones de comunidades diversas. En este film, Alice Rohrwacher nos invita a adentrarnos, más que en un mito concreto, en esa zona en la que los mitos del pasado se cruzan y se anudan. Y todo esto con el cine como lenguaje, en el que las imágenes se unen gracias al montaje y en el que chocan y dialogan, como si de la mezcla entre lo real y fantástico se tratara, las narraciones de las diferentes civilizaciones.
La italiana parece llevar dentro de ella imágenes. Imágenes que, como en la gran Lazzaro Felice (2018), exploran el cruce entre lo sagrado y lo profano, entre el campo y la ciudad, entre la tradición y la modernización. Sus personajes parecen habitar el espacio que separa esos mundos bien diferenciados, con personajes desamparados y en constante búsqueda, en un mundo en el que la moral cae en picada. En este universo puede ocurrir lo inesperado, pequeños milagros, pequeñas victorias, que se manifiestan en medio de aquella cotidianeidad que tiende más al dolor que al bienestar.
El mito que recorre esta historia en particular es el de Orfeo de Claudio Monteverdi. Se nos presenta a Arthur, un inglés que regresa a la región del centro de Italia en la que vive después de haber estado tras las rejas. A través de sus ojos, en su sueño, vemos a Beniamina, la mujer perdida, que aparece y desaparece como si, moviendo una roca, abriera y cerrara la boca de las cuevas excavadas. En este parpadeo con el que arranca, la película nos enfrenta ya a la primera metáfora, la de la muerte, y también con el mito antes mencionado, pues es el lente a través del cual la directora nos hace ver no es otra que la mirada hacia atrás con la que Orfeo ve esfumarse a quien más ha amado en esta vida.
Se vivencia un viaje junto a su protagonista, en el mismo momento en el que, regresando del infierno (en este caso esto sería la cárcel) sin el ser amado, debe levantarse, aunque esto le parezca muy dificultoso, al mundo de los vivos. Un mundo en el que la nostalgia adelgaza el grosor de las paredes que separan la realidad de los vivos de la de los muertos y en la que las presencias y las ausencias se entremezclan. Comunes en su ser un espacio de encuentro, el del dolor y el del mito conforman, sobre Arthur y con una mirada al pasado, el mismo reino de espectros.
Es interesante la decisión que toma la cineasta. No es una nostalgia ridícula, ni una oda a los tiempos pasado como reina en la actualidad: allí muestra esta parte de la Italia de antaño que parece rebosante de vida (gracias a lo bello de la imagen) que funcionan como una máscara, ya que en el fondo es una tierra que se cae a pedazos, producto de una perturbación constante de aquello que debe ser sagrado. Lo que hacen el joven y la banda de saqueadores al recolectar estos restos antiguos es nada más y nada menos que corromper la tradición, arrasando así su propia cultura con fines netamente financieros, siendo dos caras de la misma moneda con aquellos que las compran y después la subastan entre aquellos empresarios adinerados.
También es de vital importancia marcar que a Arthur no le mueve el piso lo que refiere a la ganancia. Esa habilidad para hallar artefactos se da gracias a una conexión que parece tener con “otro mundo”, funcionando como un vínculo entre la modernidad y la tradición vista en destellos fantásticos y ese realismo mágico que, con el pasar del metraje, irá cobrando más fuerza. En su calidad de outsider, un arqueólogo inglés devenido en saqueador en Italia, lo veremos constantemente ir y venir entre dos realidades diferentes, pretendiendo encontrar algo más allá de lo que al dinero refiere.
El afán de Arthur por desenterrar estos objetos viene por un interés mayor, creyendo que de ese otro lado podrá estar Beniamina, ese amor perdido, algo preciado del pasado que le sirve de alguna manera para poder comprender lo incalculable que es el patrimonio que ayudó a destruir. Su innato talento para localizar tesoros espoleado por el deseo de revivir ese momento que lo ha atravesado genera una búsqueda incansable bajo tierra. Volvemos al mito, cuan Orfeo metafórico adentrándose al Hades para poder dar de vuelta con su amada. Desde lo visual esto excelentemente narrado, con esos planos invertidos utilizados en dos ocasiones para mostrar que vive en dos mundos distintos: el que está en la superficie y el que está bajo tierra, este último siendo de alguna forma para él el paraíso, pues allí reside el alma de ella.
Arthur mantiene una estrecha relación con la madre de Beniamina, sustentada en el hecho de que ella se niega a creer que su hija está difunta y él, para quien la muerte no representa una distancia tan grande, no se lo niega. En la decadencia de la avejentada mansión de Flora (con las hijas saqueándola, claro paralelismo de los que roban con Arthur) se refleja la voluntad de abrazarse al pasado de su propietaria y, claro está, de parte de la sociedad italiana. Que sea británico funciona para hacernos entender que es un ser desubicado. Entre la vida y la muerte; el pasado y el futuro y; entre el amor a los objetos que encuentra y su conversión en productos de consumo, Arthur es lejano a todo y está, siempre y en todo momento, fuera de tiempo y lugar, hasta que da con Italia (no, el país no, la joven brasilera).
La joven será una especie de enviada para él y el medio por el que la autora de esta obra nos informa de que su visión de futuro para Italia (acá sí el país) pasa por la variedad de culturas, y, quizá, también, por la colectivización de los espacios públicos. Pues la de esta película es también una historia sobre la propiedad. Aquello que no es de nadie, es de todos, se nos dirá en la película (y para nada casualidad, esto recae sobre esa casa antigua que arreglan colectivamente). ¿No es el del mito, al ser creado colectivamente, el espacio perfecto para denunciar que nadie tiene derecho a apropiarse del pasado o del futuro? El ser humano tiene la necesidad constante de contarse a sí mismo, de explicarse, de volverse a sí mismo relato.
Los mitos han ido modificándose para adaptarse a la cultura, la cual los trae de nuevo. Desde la primera mirada con la que se abre la película, nos encontramos en el interior de Arthur, es decir, en la mente de una persona duelando a causa de aquella pérdida del ser amado. Las variaciones que va a ir adaptando el metraje serán siempre fieles al estado del protagonista y mantendrán al espectador sujeto a su punto de vista. El mundo que nos rodea tras una pérdida precisa ser reordenado y reconfigurado.
Si el espacio del duelo y el del mito coinciden y se vuelven uno solo, es porque, en su interior, Anthony acude a la narración de narraciones tratando de vivir y adaptarse a una realidad sin su expareja. Tratando, en fin, de relatarse y reencontrarse a sí mismo. Un cuento que no va sobre cómo acceder al mundo de los muertos, sino sobre cómo lograr, después, regresar y ser en el mundo de los vivos. Como en el mito de Orfeo.